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Una sentencia para amedrentar a quien se atreva a plantar cara al ruido mediático

El Supremo condena al Fiscal General del Estado por explicar con documentos por qué la Fiscalía actuó contra la pareja de Ayuso, pese a que la propia Fiscalía pidió su absolución y dos magistradas niegan que hubiera delito.

La sentencia 1000/2025 de la Sala Segunda del Tribunal Supremo pasará a la historia, pero no por reforzar la independencia de las instituciones, sino por todo lo contrario. El alto tribunal ha condenado al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, por un delito de revelación de datos reservados a raíz de la famosa nota de prensa en la que la Fiscalía explicó el contenido de un correo del abogado de Alberto González Amador —pareja de Isabel Díaz Ayuso—, donde se admitía “ciertamente” la comisión de dos delitos contra la Hacienda Pública y se ofrecía un acuerdo de conformidad.

La condena no es menor: multa de 12 meses a razón de 20 euros diarios, inhabilitación especial para seguir siendo Fiscal General durante dos años y 10.000 euros de indemnización por “daños morales” a González Amador.

Lo grave no es solo el castigo. Lo realmente inquietante es el mensaje político y judicial que se lanza.

Condenado contra el criterio de la propia Fiscalía

La primera anomalía salta a la vista: el Ministerio Fiscal pidió la absolución. En septiembre de 2025, la Teniente Fiscal del Supremo presentó sus conclusiones solicitando la libre absolución de García Ortiz porque, a su juicio, los hechos “no eran constitutivos de delito alguno”.

Es decir, el órgano que constitucionalmente defiende el interés público y vela por la legalidad no veía delito. Quienes empujaron el procedimiento hasta esta condena fueron la acusación particular de González Amador y una constelación de acusaciones populares: Manos Limpias, la Asociación Profesional e Independiente de Fiscales (APIF), el Ilustre Colegio de la Abogacía de Madrid, la Fundación Foro Libertad y Alternativa, HazteOir.org y el partido político Vox, entre otros.

Estamos, por tanto, ante un caso en el que la acción penal decisiva no la impulsa el interés general, sino el interés particular y el activismo ideológico organizado, revestido de acusación popular.

El “secreto” que ya no era secreto

La clave del caso está en el famoso correo del 2 de febrero de 2024. El abogado de González Amador lo envió a la Fiscalía de Madrid y a la Abogacía del Estado para proponer un acuerdo: reconocía “íntegramente los hechos” y asumía que “ciertamente se han cometido dos delitos contra la Hacienda Pública”, comprometiéndose a pagar la deuda tributaria.

A partir de ahí, la inspección de la Agencia Tributaria, la denuncia de la Fiscalía y el propio correo se convirtieron en munición política y mediática. El entorno de la presidenta madrileña acusó a la Fiscalía de urdir una conspiración y de ofrecer —y luego retirar— un “pacto sucio” contra la pareja de Ayuso. Las redes y algunos medios conservadores se llenaron de filtraciones y mensajes en los que se hablaba de “trama corrupta de Hacienda y Fiscalía” y se señalaba con nombres y apellidos a la fiscal provincial.

En ese contexto, la Fiscalía difundió una nota informativa para desmentir que hubiera actuado de forma irregular y explicó cronológicamente los hechos, incluyendo el contenido esencial del correo en el que la defensa aceptaba dos delitos fiscales y proponía una conformidad.

La mayoría del Supremo considera que, al reproducir ese correo, el Fiscal General reveló una información “reservada” que no debía hacerse pública, y que eso encaja en el artículo 417.1 del Código Penal.

Pero dos magistradas, Susana Polo y Ana Ferrer, discrepan frontalmente en un voto particular demoledor: sostienen que el contenido del correo ya era público y se había difundido incluso por quienes ahora invocan la confidencialidad, que la nota no desveló nada nuevo y que, en cualquier caso, lo que se discutía era un deber de reserva de carácter disciplinario, no un delito penal.

Su conclusión no deja lugar a dudas: no se ha probado que García Ortiz filtrara nada a la prensa y los hechos relatados en la nota no deberían ser considerados delito, por lo que lo procedente era absolverle.

Cuando informar a la ciudadanía se convierte en riesgo penal

El voto particular recuerda algo elemental: el Estatuto del Ministerio Fiscal permite —y obliga— a informar a la opinión pública de los acontecimientos relevantes de los procedimientos, con límites claros, precisamente para proteger la confianza en la institución.

En este caso, la Fiscalía estaba siendo acusada de maniobrar políticamente contra la pareja de Ayuso, con una campaña impulsada desde el propio aparato de la Comunidad de Madrid y amplificada por determinados medios y redes sociales.

¿Qué hizo el Fiscal General?
Publicar una nota seca, cronológica, sin adjetivos, en la que se explicaba que la iniciativa del acuerdo partió de la defensa de González Amador, que éste admitió dos delitos fiscales y que la Fiscalía actuó dentro de la legalidad.

Para las dos magistradas discrepantes, esa nota era “la única opción legal”: callar habría supuesto dar por buena la acusación falsa contra la Fiscalía y dejar que se destruyera su credibilidad ante la ciudadanía.

La mayoría del tribunal, sin embargo, convierte esa explicación pública en un delito. El mensaje es devastador:
si un responsable institucional se defiende con datos frente a una campaña política y mediática, puede acabar condenado penalmente, incluso cuando la información ya ha sido aireada por la parte que después clama por su “secreto”.

La acusación popular como ariete político

Otro elemento preocupante es el uso de la acusación popular como ariete político. En esta causa se han personado organizaciones muy concretas: Manos Limpias, Hazte Oir, Vox, una fundación conservadora, además del Colegio de la Abogacía de Madrid y la propia APIF.

No estamos ante un ciudadano aislado que acude a los tribunales; estamos ante estructuras con agenda política clara, que han logrado sentar en el banquillo y conseguir la inhabilitación del máximo responsable del Ministerio Fiscal pese a la oposición del propio Ministerio Fiscal.

Esta sentencia envía una advertencia muy seria a cualquiera que, desde dentro del Estado, se atreva a contradecir un relato impulsado desde los grandes altavoces mediáticos y políticos: hay toda una maquinaria dispuesta a convertir tu defensa en delito.

Un precedente peligroso para la democracia

No se trata de convertir al Fiscal General en mártir ni de sostener que sea intocable. Cualquier responsable público debe responder de sus actos.

El problema es otro:
– Se castiga penalmente lo que, como mucho, debería discutirse en el terreno disciplinario.

– Se ignora que la información ya estaba circulando por obra de la propia parte “perjudicada”.
– Se antepone la presión de la acusación particular y las acusaciones populares al criterio del Ministerio Fiscal y a la visión garantista de dos magistradas del Supremo.

Todo ello dibuja un precedente muy peligroso: la justicia como campo de batalla partidista, donde la acusación popular se usa para disciplinar a quienes molestan y donde explicar la verdad de un procedimiento puede salir más caro que contaminar el debate público con filtraciones interesadas.

En un momento de desconfianza hacia las instituciones, la sentencia contra García Ortiz no aporta luz ni serenidad.
Al contrario: aumenta la sensación de que quien se enfrente a determinados poderes, aunque sea con documentos oficiales en la mano, puede acabar pagando un precio personal y profesional altísimo.

La democracia necesita fiscales que se atrevan a explicar lo que hacen, jueces que no teman el ruido y medios dispuestos a contrastar versiones.
Si convertimos esa transparencia en un riesgo penal, lo que se impone no es el Estado de derecho, sino el silencio. Y ahí, siempre ganan los mismos.

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