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Y HASTA AQUÍ LLEGARON.

El domingo amaneció apacible. Poco había que hacer, como habitualmente. En la calle, las puertas de unas casas que denotaban haber visto tiempos mejores, estaban abiertas de par en par y las charlas amistosas bajo el dintel se sucedían una tras otra. Una postal icónica para un pueblo que tiene su fama ganada a pulso: Extrovertidos, dicharacheros y felices con lo poco que tienen, que no es mucho, y que lo ofrecen con la mayor de sus gentilezas.

Las preguntas sobre los familiares enfermos por el covid-19 ya han pasado a formar parte de las cuestiones intranscendentes que se utilizan para iniciar una conversación. El arqueo de cejas y las muecas son la habitual respuesta silenciosa que no precisa de una mayor interpretación. Sesenta y dos años de gestos y monosílabos para cuestionar aquello que no les gusta, les ha convertido en maestros en decir todo sin decir nada.

De repente, la música que forma parte de la banda sonora de una forma de vida, paró. El bodegón de la calle principal quedó en silencio. El sonido de los instrumentos de los viejos trovadores pronto se convirtió en quejas y chascarrillos. Otra vez un corte de energía eléctrica.

– ¡El quinto en dos días! – Acertaba a decir alguien que todavía era capaz de llevar la cuenta.

En las casas colindantes, la gente se apresuraba a acercarse a los viejos refrigeradores americanos de los años cincuenta. Esos que todavía funcionan gracias a la capacidad imaginativa que aporta la necesidad imperiosa de subsistir. Sin corriente eléctrica, lo poco que podía haber en su interior, para los más afortunados, se perdería.

Y hasta ahí llegaron. El cansancio, hastío y rabia se transformó en una protesta improvisada que recorrió las calles de aquel pueblo; San Antonio de los Baños, situado a 33 kilómetros de la Habana. El eco, al grito de ¡Libertad, Libertad!, rápidamente se extendió a Palma Soriano y al resto de municipios limítrofes a la capital. A la hora del mediodía la protesta ya había llegado al Malecón y recorría el país a toda velocidad. La tormenta perfecta ya se había desencadenado.

El endurecimiento del embargo económico al país que había afectado, incluso, a prohibir la entrada de divisas extranjeras, el desplome del turismo por la caída mundial del sector a causa de la pandemia, sumado a una reforma económica que generó una importante pérdida de poder adquisitivo a la ciudadanía, los contagios que recorren sin control la isla y el desvío de los pocos recursos existentes para poder atender a los enfermos, han sido los ingredientes que han hecho que, por primera vez, el régimen haya sentido miedo.

Y como todo animal salvaje que tiene recelo y se defiende atacando, la represión violenta, las detenciones indiscriminadas y el apagón informativo no se hicieron esperar, para mayor gloria de lo que queda del castrismo y asombro de la comunidad internacional.

En el resto del mundo, las ansias de información que nos ha llevado a la intoxicación mediática a base de bulos y mentiras entre medias verdades, se nos irá pasando conforme vayan pasando los días. Es así, no nos engañemos. Ya pasó con Honduras, Venezuela, Colombia y un sinfín de ejemplos más. Pero el problema persistirá.

Hoy, ni Cuba ni su gente son ya lo mismo, porque quienes salieron a protestar no se sienten herederos de la revolución, ni el castrismo es ya lo mismo sin los Castro. Quizás estemos empezando a vislumbrar un nuevo tiempo que estará lleno de vicisitudes, muchas dudas y pocas certezas.

Mientras tanto, en esta España, la España nuestra, la clase política se empecina en mirar al dedo que apunta al sol y establece como asunto de estado, las banales disyuntivas acerca de la definición de la forma de gobierno de Cuba, dejando de lado lo que verdaderamente debe ser prioritario: Una intensa agenda diplomática, en la que nuestro país ejerza de anfitrión en la resolución definitiva y pacífica del futuro de Cuba. No solo como estrategia de representación de la Unión Europea en esa parte del mundo, sino por los lazos históricos, culturales y consanguíneos que nos unen a Iberoamérica. Es un deber moral. Seamos responsables con nuestro propio pasado.

Christopher Rodríguez.

Técnico en Administración de Empresas.

Escritor, autor de la novela “El Lince”. Mercurio Editorial. Año 2020.

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